Tempus Fugit
En esta entrada cuento con la colaboración del Maquinista ciego, que en su marcha internáutica por las redes se detuvo unos segundos en mi estación para dedicar un hermoso texto a esta ilustración. Normalmente, es el Maquinista quien me sirve de inspiración a mi aunque en este caso se cambiaron las tornas.

Tempus fugit, esa red de agujeros inmensos, o animal de impuras alas…
Sé desde el principio que hay redes que no dejan nada tras de sí, arrasan con todo y se lo llevan a su guarida de animales y agujeros; y sé que hay otras que no llevan nada consigo, que pasan como quien no escucha, ni dice, ni refugia la mirada en hueco alguno de humanidad…todo pasa a través de ellas, y nada se les queda…
Sé también del sino de este solsticio irrelevante que nada importa en el cómputo de días de noches de días; este saberse parte prescindible del mundo y aún así frotarse las manos cada mañana con la ilusión del nuevo día; este continuo afán por arreglar todo lo que se haya roto en el interior de los mecanismos más remotos; e incluso este saberse semidiós ridículo, sin poder alguno, cuyo único fin sea quizás dedicarse con esmero al remiendo, por si acaso sucede una chispa en medio de cualquier avería…
Aquel que escribió la historia sentenció un día que el sueño no era darse por vencido en la vigilia, sino abrazarla hasta la asfixia y el delirio, y después…la vida. Con ella, el descanso, la cura, la sincronía con el pulso más cierto y tierno, aquel que late al unísono en lo ínfimo y lo escondido. Nómbralo ligera pluma blanca o perfecta gota de rocío. Da igual cómo lo llames. Es algo que de tan pequeño es inmenso, lleno de vida sobre la savia y la paz. La mañana. El amor. Quizás también sea el agua dulce y su extraño sabor a verano, a infancia, a rubor. Como un pecho materno tan de antaño, tan de fuera de los límites del tiempo, que nos es dado para que podamos alimentarnos y considerarlo nuestro, aunque lejano. El tiempo...
Llaman los pequeños segundos a mi puerta y yo abro. No sé cómo podría no hacerlo. Inunda la casa la cadencia de su vuelo, esa reconfortante ligereza de su aleteo acariciándolo todo como nunca antes había rozado el aire ninguna otra ave. Esta bendición de horas o momentos, que no podrá abandonarnos nunca, es el rastro más limpio del fugitivo y pertenece ya a la estela infinita de nuestros ojos, o a la del porvenir. Simplemente en su plenitud de posible huella, el tiempo que huye, que vuela…ése…
…es todo nuestro.
Sé desde el principio que hay redes que no dejan nada tras de sí, arrasan con todo y se lo llevan a su guarida de animales y agujeros; y sé que hay otras que no llevan nada consigo, que pasan como quien no escucha, ni dice, ni refugia la mirada en hueco alguno de humanidad…todo pasa a través de ellas, y nada se les queda…
Sé también del sino de este solsticio irrelevante que nada importa en el cómputo de días de noches de días; este saberse parte prescindible del mundo y aún así frotarse las manos cada mañana con la ilusión del nuevo día; este continuo afán por arreglar todo lo que se haya roto en el interior de los mecanismos más remotos; e incluso este saberse semidiós ridículo, sin poder alguno, cuyo único fin sea quizás dedicarse con esmero al remiendo, por si acaso sucede una chispa en medio de cualquier avería…
Aquel que escribió la historia sentenció un día que el sueño no era darse por vencido en la vigilia, sino abrazarla hasta la asfixia y el delirio, y después…la vida. Con ella, el descanso, la cura, la sincronía con el pulso más cierto y tierno, aquel que late al unísono en lo ínfimo y lo escondido. Nómbralo ligera pluma blanca o perfecta gota de rocío. Da igual cómo lo llames. Es algo que de tan pequeño es inmenso, lleno de vida sobre la savia y la paz. La mañana. El amor. Quizás también sea el agua dulce y su extraño sabor a verano, a infancia, a rubor. Como un pecho materno tan de antaño, tan de fuera de los límites del tiempo, que nos es dado para que podamos alimentarnos y considerarlo nuestro, aunque lejano. El tiempo...
Llaman los pequeños segundos a mi puerta y yo abro. No sé cómo podría no hacerlo. Inunda la casa la cadencia de su vuelo, esa reconfortante ligereza de su aleteo acariciándolo todo como nunca antes había rozado el aire ninguna otra ave. Esta bendición de horas o momentos, que no podrá abandonarnos nunca, es el rastro más limpio del fugitivo y pertenece ya a la estela infinita de nuestros ojos, o a la del porvenir. Simplemente en su plenitud de posible huella, el tiempo que huye, que vuela…ése…
…es todo nuestro.
Texto de Susana Castro
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