Salí a la calle como quien sale a misa, sumisa y religiosamente, contando los pasos que me quedaban para llegar al cielo. Saludé a los vendedores de salchichas y a los viejos rascadores de los números de la suerte. En las escaleras de algún edificio desolador el gong tembló y escuché una plegaria trágica y desgarrada. Vi la muerte en una callejuela, desde la ventanilla del tren equivocado, y el cielo pereció pálido de estrellas, tieso y acartonado como la cama de un vagabundo.